COMENTARIO LITERARIO
LOS ARMARIOS VACÍOS
ANNIE ERNAUX
Escrito
en 1974, es el primero de su autora.
La
protagonista, en este caso Annie, es una niña profundamente desdichada, busca exasperadamente
el reconocimiento social mientras reniega de su ámbito social.
En
esta obra autobiográfica, la autora se abre, abre su alma, expone sus
sentimientos y emociones sin tapujo alguno. Es un trozo de carne fresca, roja,
sangrante que arde en una parrilla inexistente pero viva, llameante. El fuego
que cargan sus palabras quema, asombra y conmueve. A ratos me recuerda la novela
La pianista de Elfriede Jelinek y comprendemos el Premio Nobel que se le
ha otorgado. Es cruda y feroz. No es la autora que escribe los sucesos de su
vida con estilo impersonal, indiferencia o muy fríamente como en obras
posteriores. Acá hay pasión, vida en todas sus letras, vida ardiente, vida que
sufre, llora, vida que odia y lo expresa. Con Annie Ernaux se termina la
hipocresía, los disfraces, las caretas, los adornos.
Con
una escritura no lineal refleja el complejo de superioridad que la invade al
reconocer sus estudios, conocimientos, su dominio de los idiomas, sus notas
excelentes.
Reconoce que se mueve entre dos mundos diferentes y que esa posición en la vida la marca, la hiere. Sus orígenes la llevan a sumirse en ensoñaciones, sueños, las fantasías son una forma de alejarse de su medio social. Continuamente se evade.
Recuerda su infancia, adolescencia, relata con extrema violencia el desprecio que recibe en el colegio privado — la valoran solamente por ser una alumna excelente—. Annie está sumergida en la vergüenza, siente vergüenza por sus padres trabajadores sin educación. Vergüenza por lo poco que tiene. Vergüenza de su lugar en el mundo.
Plasma
los inicios de su vida sexual, relata sus encuentros y conduce a la infancia a la
adolescencia y a esos devaneos primeros que todos llevamos en la memoria. El
despertar sexual. La culpa.
Esta
novela, compleja es un anticipo de su libro Vergüenza, del cual ya hemos
hablado y roza la escritura de su obra El acontecimiento. Y lo hace en
forma brutal.
Fragmento
1:
Ladrona
de azúcar, perezosa, desobediente, tocona de partes indebidas, todo es pecado,
ni un solo recuerdo puro. Pero después no quedará nada. «¡Ocho!», susurra
Françoise. Me preocupo, «¡diecisiete!». De ocho a diecisiete… Nada que hacer,
no adoro a Dios, no respeto a mis padres, no me cabe la lista. La única
solución es juntar dos. En la capilla, con el papel en la mano, nos ponemos en
fila. Pecados de todas las niñas al descubierto, risas, incienso y bancos
movidos, es una fiesta en medio de las restas y la gramática. Pegadas unas a
otras, las faldas al culo de la vecina, mezcladas, iguales. Una tras otra,
todas desaparecen en la casita de madera con dos entradas, zas, una ventanilla
que se abre, luego la otra. No hay cortinilla, detalle espantoso que recuerdo
perfectamente.
Solo
vi sus ojos azules glaciales y los bordados verdes que se perdían detrás de la
celosía. Lo leí todo, despacio, doblé el papel y lo miré. Solo le interesó un
pecado, cuántas veces, ¿sola? ¿Con chicos? Contesto tranquila, pero sus ojos
son malévolos. De repente se pone a espetarme cosas a una velocidad
vertiginosa, cosas secas, sórdidas. Un bicho horrible crece entre mis piernas,
plano, colorado como un chinche, «inmundo». No verlo, no tocarlo, ocultarlo a
todo el mundo, el diablo anida ahí, caliente, me cosquillea, me pica. Dios, la
virgen y los santos van a abandonarme…
“Ahora
el acto de contrición.” Cuando me levanté, desconcertada, fui a arrodillarme
lejos. Estaba segura de que me seguía con la mirada y que iba a contar mis
pecados a todo el mundo. Creí que acabaría con ellos de golpe, que
desaparecerían como por arte de magia, pero el maldito cura me los restregó por
la cara. Me fui de allí sucia y sola. Solo yo y nadie más metía el dedo en la
hucha, nadie la contemplaba en el espejo más que yo, nadie soñaba con hacer pis
en grupo. Solo yo. A mis espaldas, la clase cuchicheaba, libre, sin pecados
mortales. Si las demás hubieran sido como yo, la cosa no habría ido a mayores.
Nada que hacer, yo era la oveja negra, apartada de las demás por «inmunda». En
una decena de frases, las imágenes misteriosas, las flores extrañas que trepan
por los muslos, las manos asidas a las manos, impacientes, las exploraciones seguidas
de comparaciones con Monette detrás de las cajas, con las bragas quitadas, se esfuman
de repente, convertidas en una pantomima horrible, en gestos «deshonestos», en
pensamientos impuros. Ni un atisbo de luminosidad o de dicha. Llevo la bestia
dentro de mí, en todas partes. Quizá si no me muevo, si permanezco arrodillada
frente a las estatuas blancas, me volveré pura, recubierta del hábito blanco
del que me ha hablado. Yo también, una bella estatua. Pero voy a irme, y los
pecados van a asaltarme como una legión de pulgas. Sentía que todo estaba
perdido de antemano, que toda mi vida iba a ser un monstruoso pecado. Sin
salvación posible. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Todo
ello confusamente asociado a las estanterías de la tienda cubiertas de latas de
conserva, al humo y los gritos del sábado por la noche, a mi madre, cálida y
pesada, soltando pedos y palabrotas en la cocina, por la noche.
Fragmento
2
La
Iglesia lo rechaza todo a la vez, la yegua negra de las diez de la noche,
mi
madre despatarrada de puro cansada, mi padre que se quita la dentadura
postiza
después de comer, mis placeres que hasta entonces creía inocentes.
Dios,
Dios sonríe a Jeanne, a Roseline, su gula, su pereza parecen pecadillos
veniales, tonterías divertidas en su cuarto lacado de blanco, en su comedor con
cortinas de cretona florida, según cuentan ellas. Algo viscoso e impuro me envuelve
definitivamente, relacionado con mis diferencias, con mi medio. Por muchas
oraciones, por mucha penitencia que haga, nada cambiará. Tengo que recibir un
castigo.
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