COMENTARIO LITERARIO
UNA MUJER
ANNIE ERNAUX
SEIX BARRAL 1987
POR: Ingrid Odgers
Toloza
Esta obra que no es una novela, parte con el epígrafe:
Es un error pretender que la
contradicción es inconcebible,
pues ciertamente es en el
dolor de lo que vive donde
tiene su existencia real.
HEGEL
Publicada por vez primera en Francia en 1987, la narración —no es una biografía ni una novela, sino “quizá algo entre la literatura, la sociología y la historia”, se justifica la autora al final—, la obra, decíamos, arranca con un fallecimiento, el de la progenitora de Annie Ernaux.
En obras anteriores vimos lo avergonzada que se mostraba la autora-protagonista de la falta de educación de sus padres. Vergüenza que la hacía oscilar entre complejos de inferioridad y superioridad.
Este libro que no es novela según explica la autora, muestra exactamente lo contrario, pero respecto a su madre. Eso explicaría el epígrafe de Hegel que decide indicar al inicio de la narración.
Ha pasado el tiempo ya no escribe la adolescente, la jovencita, la mujer joven, es una mujer madura que reconoce las virtudes de su madre sin dejar de lado las falencias del medio, pero ya no hay odio, no hay resentimiento, ni odiosidades, ni prejuicios, hay amor. Es el amor maduro. La plena aceptación del origen. Del vientre materno, de la lucha incansable de su madre para que no le faltara nada a su hija. En esta escritura encontramos a la madre joven, a la de mediana edad y la anciana madre de Annie Ernaux. Escritura sencilla, clara, hondamente cruda que es una especie de homenaje a su madre. Un tributo que al lector embarga de tristeza y que estremece.
No se puede evitar pensar en
nuestra propia madre y añorarla con toda la fuerza del alma y el corazón.
FRAGMENTO 1
Ni feliz ni desgraciada de
dejar la escuela a los doce años y medio, la regla común. En la fábrica de
margarina en la que entró, sufrió del frío y de la humedad, con las manos
mojadas llenas de sabañones que duraban todo el invierno. Después, nunca pudo
«ver» la margarina. Muy poco, pues, de «soñadora adolescente», sino la espera
del sábado por la tarde, la paga que entregaba a la madre guardando para sí
justo lo preciso para comprarse Le Petit Écho de la Mode y los polvos de arroz,
las carcajadas, los odios. Un día al capataz se le enganchó la bufanda en la
correa de una máquina. Nadie le socorrió y tuvo que arreglárselas solo. Mi
madre estaba a su lado. ¿Cómo admitir esto, sin haber sufrido un peso igual de
alienación?
Con el movimiento de
industrialización de los años veinte, se montó una gran cordelería que absorbió
a toda la juventud de la región. Mi madre, como sus hermanas y sus dos
hermanos, fue contratada. Para mayor comodidad, mi abuela se cambió de
domicilio, alquiló una casita a cien metros de la fábrica, donde ella hacía,
con sus hijas, la limpieza por la noche. Mi madre se sintió a gusto en aquellos
talleres limpios y secos, en los que no se le prohibía hablar y reír mientras
trabajaba. Estaba orgullosa de ser obrera en una gran fábrica: algo así como
ser civilizada con respecto a las salvajes, las muchachas campesinas que se
habían quedado detrás de las vacas, y libre en relación con las esclavas, las
criadas de las casas burguesas, obligadas a «limpiar el culo de sus amos». Pero
sintiendo todo lo que la separaba de su sueño: la señorita de la tienda.
FRAGMENTO 2
De la felicidad y del orgullo de aquella joven recién casada, estoy casi segura. De sus deseos, no sé nada. Las primeras noches —confidencia a una hermana— entró en la cama con la braga puesta debajo del camisón. Eso no quiere decir nada: el amor sólo podía hacerse al abrigo de la vergüenza, pero debía hacerse, y bien, cuando se era «normal».
Al principio, la excitación de
hacer de señora y de estar instalada, estrenar el servicio de vajilla y el
mantel bordado del ajuar, salir del brazo de «su marido», y las risas, las
disputas (no sabía cocinar); las reconciliaciones (no se enfurruñaba), la
impresión de una vida nueva. Pero los salarios ya no aumentaban. Tenían que
pagar el alquiler, las letras de los muebles. Se veían obligados a mirar por
todo, a pedir legumbres a los padres (ellos no tenían huerto) y, a fin de
cuentas, llevaban la misma vida que antes. Pero la vivían de modo diferente.
Los dos, con el mismo deseo de triunfar en la vida, pero en él con más miedo a
la lucha a emprender, con la tentación de resignarse a su condición, y en ella
con la convicción de que
no tenían nada que perder y de que debían hacerlo todo para salir de aquello, «costase lo que costase». Orgullosa de ser obrera sí, pero no hasta el punto de seguir siéndolo siempre, soñando con la única aventura a su alcance: llevar un comercio de alimentación. Él la seguía, porque ella era la voluntad social de la pareja.
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