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sábado, 26 de agosto de 2023

COMENTARIO LITERARIO UNA MUJER ANNIE ERNAUX SEIX BARRAL 1987

 

COMENTARIO LITERARIO

UNA MUJER

ANNIE ERNAUX

SEIX BARRAL 1987

 


POR: Ingrid Odgers Toloza

 

Esta obra que no es una novela, parte con el epígrafe:

 

Es un error pretender que la

contradicción es inconcebible,

pues ciertamente es en el

dolor de lo que vive donde

tiene su existencia real.

HEGEL

Publicada por vez primera en Francia en 1987, la narración —no es una biografía ni una novela, sino “quizá algo entre la literatura, la sociología y la historia”, se justifica la autora al final—, la obra, decíamos, arranca con un fallecimiento, el de la progenitora de Annie Ernaux.

En obras anteriores vimos lo avergonzada que se mostraba la autora-protagonista de la falta de educación de sus padres. Vergüenza que la hacía oscilar entre complejos de inferioridad y superioridad.

Este libro que no es novela según explica la autora, muestra exactamente lo contrario, pero respecto a su madre. Eso explicaría el epígrafe de Hegel que decide indicar al inicio de la narración.

Ha pasado el tiempo ya no escribe la adolescente, la jovencita, la mujer joven, es una mujer madura que reconoce las virtudes de su madre sin dejar de lado las falencias del medio, pero ya no hay odio, no hay resentimiento, ni odiosidades, ni prejuicios, hay amor. Es el amor maduro. La plena aceptación del origen. Del vientre materno, de la lucha incansable de su madre para que no le faltara nada a su hija. En esta escritura encontramos a la madre joven, a la de mediana edad y la anciana madre de Annie Ernaux. Escritura sencilla, clara, hondamente cruda que es una especie de homenaje a su madre. Un tributo que al lector embarga de tristeza y que estremece.

No se puede evitar pensar en nuestra propia madre y añorarla con toda la fuerza del alma y el corazón.

 

 

FRAGMENTO 1

 

Ni feliz ni desgraciada de dejar la escuela a los doce años y medio, la regla común. En la fábrica de margarina en la que entró, sufrió del frío y de la humedad, con las manos mojadas llenas de sabañones que duraban todo el invierno. Después, nunca pudo «ver» la margarina. Muy poco, pues, de «soñadora adolescente», sino la espera del sábado por la tarde, la paga que entregaba a la madre guardando para sí justo lo preciso para comprarse Le Petit Écho de la Mode y los polvos de arroz, las carcajadas, los odios. Un día al capataz se le enganchó la bufanda en la correa de una máquina. Nadie le socorrió y tuvo que arreglárselas solo. Mi madre estaba a su lado. ¿Cómo admitir esto, sin haber sufrido un peso igual de alienación?

Con el movimiento de industrialización de los años veinte, se montó una gran cordelería que absorbió a toda la juventud de la región. Mi madre, como sus hermanas y sus dos hermanos, fue contratada. Para mayor comodidad, mi abuela se cambió de domicilio, alquiló una casita a cien metros de la fábrica, donde ella hacía, con sus hijas, la limpieza por la noche. Mi madre se sintió a gusto en aquellos talleres limpios y secos, en los que no se le prohibía hablar y reír mientras trabajaba. Estaba orgullosa de ser obrera en una gran fábrica: algo así como ser civilizada con respecto a las salvajes, las muchachas campesinas que se habían quedado detrás de las vacas, y libre en relación con las esclavas, las criadas de las casas burguesas, obligadas a «limpiar el culo de sus amos». Pero sintiendo todo lo que la separaba de su sueño: la señorita de la tienda.

FRAGMENTO 2

De la felicidad y del orgullo de aquella joven recién casada, estoy casi segura. De sus deseos, no sé nada. Las primeras noches —confidencia a una hermana— entró en la cama con la braga puesta debajo del camisón. Eso no quiere decir nada: el amor sólo podía hacerse al abrigo de la vergüenza, pero debía hacerse, y bien, cuando se era «normal».

Al principio, la excitación de hacer de señora y de estar instalada, estrenar el servicio de vajilla y el mantel bordado del ajuar, salir del brazo de «su marido», y las risas, las disputas (no sabía cocinar); las reconciliaciones (no se enfurruñaba), la impresión de una vida nueva. Pero los salarios ya no aumentaban. Tenían que pagar el alquiler, las letras de los muebles. Se veían obligados a mirar por todo, a pedir legumbres a los padres (ellos no tenían huerto) y, a fin de cuentas, llevaban la misma vida que antes. Pero la vivían de modo diferente. Los dos, con el mismo deseo de triunfar en la vida, pero en él con más miedo a la lucha a emprender, con la tentación de resignarse a su condición, y en ella con la convicción de que

no tenían nada que perder y de que debían hacerlo todo para salir de aquello, «costase lo que costase». Orgullosa de ser obrera sí, pero no hasta el punto de seguir siéndolo siempre, soñando con la única aventura a su alcance: llevar un comercio de alimentación. Él la seguía, porque ella era la voluntad social de la pareja.

 

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