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martes, 5 de junio de 2012

Vía Revolucionaria (Revolutionary Road). Richard Yates


Richard Yates recuerda a Hemingway por la vitalidad, fuerza de su obra. En 1961 publicó su primera y célebre novela, Vía Revolucionaria (Revolutionary Road).
La obra nos sitúa en los años 50. Frank y April Wheeler viven en uno de los barrios que abundan en las afueras de Nueva York, en una calle llamada Revolutionary Road.
Él  se siente frustrado, tiene otras aspiraciones, detesta su trabajo  y lo aburre la rutina en una empresa de calculadoras electrónicas, su mujer es dueña de casa. Tienen dos hijos. Ambos rondan los treinta pero tienen un espíritu anciano. Ella estudió arte dramático pero como actriz no tenía muchas expectativas. Él no quiere morir en su latoso trabajo.
La vida de los vecinos de Revolutionary Road es una farsa, un montaje.  April  Wheeler sufre una crisis luego de actuar en la obra de teatro del barrio y deciden marchar a París en busca de nuevos rumbos, un cambio de vida, pero ella se embaraza de nuevo y comienzan las interrogantes:
¿Qué hacer ahora? ¿Irse a París embarazada? ¿Abortar?
La novela transcurre en una atmósfera pesada, sutilmente amarga, plagada de incertidumbre con un protagonista hipócrita, falso, que actúa hasta en la intimidad de su hogar, planifica sus posturas y conversaciones y  que muestra una considerable baja autoestima y desidia.
Yates transmite una desoladora incomunicación, una tristeza indefinible. Una pérdida de valores, que en algún momento fueron fundamentales.

Fragmentos:
“Se cu­ida­ba muc­ho de no hab­lar de su tra­ba­jo en la ofi­ci­na y de no con­fe­sar que es­ta­ba can­sa­do al lle­gar a ca­sa, adop­ta­ba un tran­qu­ilo aire de ma­est­ría ca­si euro­peo pa­ra tra­tar con ca­ma­re­ros o emp­le­ados de ga­so­li­ne­ra, ade­re­za­ba sus crí­ti­cas a la sa­li­da del te­at­ro con os­cu­ras re­fe­ren­ci­as li­te­ra­ri­as. To­do el­lo pa­ra de­j­ar pa­ten­te que un homb­re con­de­na­do a una vi­da en Knox po­día se­gu­ir si­en­do in­te­re­san­te («Eres la per­so­na más in­te­re­san­te que he co­no­ci­do nun­ca»). Re­to­za­ba en­tu­si­ás­ti­ca­men­te con los ni­ños, cor­ta­ba el cés­ped de cu­al­qu­i­er ma­ne­ra en ti­em­po ré­cord, y en una oca­si­ón de­di­có to­do el tra­yec­to de reg­re­so a ca­sa a imi­tar a Ed­die Can­tor en «That's the Kind of a Baby for Me» por­que ha­cía re­ír a Ap­ril. Y to­do pa­ra de­j­ar pa­ten­te que un homb­re enf­ren­ta­do a tan somb­rí­os y tan po­co na­tu­ra­les prob­le­mas con­yu­ga­les, una es­po­sa que no qu­ería te­ner un hi­jo su­yo, po­día se­gu­ir si­en­do sim­pá­ti­co («Te qu­i­ero cu­an­do eres sim­pá­ti­co»).”

****
Ella no di­jo na­da, y a os­cu­ras co­mo es­ta­ban era di­fí­cil dis­cer­nir si le es­ta­ba es­cuc­han­do o no. Frank to­mó aire an­tes de de­cir:
    —Me re­fi­ero a co­sas que na­da ti­enen que ver con Euro­pa, ni con­mi­go. Co­sas tu­yas, co­sas que ti­enen su ori­gen en tu ni­ñez..., en tu edu­ca­ci­ón y to­do eso. Co­sas en el pla­no emo­ci­onal.
    Tras un lar­go si­len­cio, Ap­ril hab­ló, en un to­no mar­ca­da­men­te ne­ut­ral:
    —En ot­ras pa­lab­ras: que es­toy emo­ci­onal­men­te per­tur­ba­da.
    —¡Yo no he dic­ho eso!
    Pero en la ho­ra que si­gu­ió, y mi­ent­ras su voz se­gu­ía hab­lan­do sin pa­rar, lle­gó a de­cir­lo va­ri­as ve­ces y de di­fe­ren­tes ma­ne­ras. ¿Aca­so no po­día ser que una chi­ca que no ha­bía co­no­ci­do ot­ra co­sa que rec­ha­zo por par­te de sus pad­res des­de que na­ció pu­di­era de­sar­rol­lar una cons­tan­te re­sis­ten­cia a pa­rir hi­j­os?
    —Mira, si­emp­re me ha int­ri­ga­do que pu­di­eras sob­re­vi­vir a una in­fan­cia co­mo ésa —di­jo en un mo­men­to da­do—, y no di­ga­mos sa­lir de el­la sin el me­nor pe­rj­u­icio pa­ra tu..., ya sa­bes, tu ego y tal.










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